viernes, enero 06, 2012

La Mejor Soluciòn


 ¡Cuidado! ¡Casi tocaste ese auto de costado!
 Me gritó mi padre. "¿Es que no puedes hacer nada bien?"
 Esas palabras me dolieron más que un golpe. Volví mi cabeza hacia el
 Anciano sentado en el asiento junto a mí, desafiándome a contestarle. Sé me
 Hizo un nudo en la garganta, y aparté los ojos. No estaba preparada por
 Otra pelea.
 "Yo vi el auto, papá. Por favor, no me grites cuando manejo."
 Mi voz fue medida y firme, que sonaba mucho más calmada de lo que
 Realmente me sentía.
 Mi padre me miró furioso, después volvió su cabeza y se mantuvo callado.
 En casa lo dejé enfrente del televisor y fui afuera para componer mis
 Pensamientos. Había oscuras y pesadas nubes en el cielo, prometiendo una
 Lluvia. Un trueno distante retumbó como si fuera el eco de mi agitación
 Interna. ¿Qué puedo hacer con él?
 Mi padre había sido leñador en el estado de Washington y en Oregon. Había
 Disfrutado de vivir al aire libre y le gustaba medir su fuerza contra el
 poder de la naturaleza. Había entrado en agotadoras competiciones de
 leñadores, y a menudo ganaba. Los estantes de su casa estaban llenos de
 trofeos que probaban su habilidad.
 Pero los años pasaron implacables. La primera vez que no pudo levantar un
 pesado tronco, hizo una broma sobre eso; pero luego el mismo día lo vi
 afuera solo, tratando de levantarlo. Se volvió irritable cada vez que
 alguien le hacía bromas sobre estar envejeciendo, o cuando no podía hacer
 algo que hacía cuando era joven.
 Cuatro días antes de cumplir sesenta y siete años, tuvo un ataque al
 corazón. Una ambulancia lo llevó al hospital mientras el paramédico le
 hacía resucitación para mantener la sangre y el oxígeno circulando.
 En el hospital, lo llevaron corriendo al cuarto de operaciones. Tuvo
 suerte, sobrevivió. Pero algo en el interior de papá, murió. El gusto por
 la vida desapareció. Obstinadamente se negaba a seguir las órdenes del
 doctor. Las sugerencias y los ofrecimientos de ayuda eran rechazados con
 sarcasmo e insultos. El número de visitantes disminuyó, y finalmente
 cesaron. Papá quedó solo.
 Mi esposo Dick y yo le pedimos que venga a vivir con nosotros a nuestra
 pequeña granja. Esperábamos que el aire libre y la atmósfera de granja le
 ayudaran a ajustar su vida.
 Una semana después de venir, ya me arrepentí de la invitación. Nada le
 parecía satisfactorio. Criticaba todo lo que yo hacía. Me sentí frustrada y
 deprimida. Pronto me di cuenta que estaba desahogando mi rabia con Dick.
 Empezamos a discutir y pelear.
 Alarmado, Dick buscó al pastor y le explicó la situación. El pastor nos
 dió citas de consejería para nosotros. Al final de cada sesión, él oraba,
 pidiendo a Dios que calmara la turbada mente de papá.
 Pero los meses pasaban y Dios guardaba silencio. Había que hacer algo y
 era yo la que lo tenía que hacer.
 Al día siguiente me senté con la guía telefónica y llamé a cada una de las
 clínicas mentales que había en el libro. Expliqué mi problema a cada una de
 las voces llenas de simpatía que me contestaron. Justo cuando estaba
 perdiendo la esperanza, una de esas amables voces de repente exclamó,
 "¡Recién leí algo que podría ayudarla! Déjeme ir a buscar el artículo..."
 Escuché mientras ella leía. El artículo describía el sorprendente estudio
 hecho en una clínica geriátrica. Todos los ancianos pacientes estaban con
 tratamiento por depresión crónica. En todos ellos sus actitudes mejoraron
 en forma excepcional cuando se les dio la responsabilidad de cuidar un
 perro.
 Fui a la municipalidad a ver los perros ofrecidos en adopción. Después que
 llené un formulario, un oficial uniformado me llevó a los corrales de los
 perros. El olor a los desinfectantes inundó mi nariz cuando entré a las
 filas de jaulas. Cada una contenía de cinco a siete perros. Los había de
 pelo largo, enrulado, unos negros y otros con manchas que saltaban,
 tratando de alcanzarme. Los fui estudiando uno por uno pero los rechacé a
 todos por distintas razones, demasiado grande, o demasiado chico, o
 demasiado pelo, etc. Cuando llegué al último corral, un perro desde la
 esquina más alejada se paró con dificultad, caminó hacia el frente de la
 jaula y se sentó. Era un pointer, una de las razas aristócratas del mundo
 de los perros. Pero éste era una caricatura de la raza.
 Los años habían puesto en su cara y hocico un poco de gris. Los huesos de
 sus caderas sobresalían en triángulos desiguales. Pero fueron sus ojos que
 atraparon mi atención. Calmados y límpidos, me observaban fijamente.
 Apuntando al perro, pregunté, ¿Qué me dice de éste? El oficial miró, y
 sacudió su cabeza, intrigado. " Él es un poco raro. Apareció no se sabe de
 dónde, y se sentó en el portón del frente. Lo entramos, pensando que quizá
 alguien viniera a reclamarlo. 
 Su tiempo termina mañana". Hizo un gesto, como que no se puede hacer nada.
 Mientras las palabras entraban a mi mente, me volví al hombre con
 horror... "¿Quiere decir que lo van a matar?"
 "Señora", dijo dulcemente, "Es el reglamento. No hay lugar para todos los
 perros que nadie reclama."
 Miré al pointer otra vez. Sus calmados ojos marrones esperaban mi
 decisión. "Lo tomaré", dije. Y manejé hasta casa con el perro sentado en el
 asiento delantero a mi lado. Cuando llegué a casa, toqué la bocina dos
 veces. Lo estaba ayudando a bajar del auto cuando papá apareció en el
 porche del frente... “¡Mira lo que te traje, papá!” dije entusiasmada.
 Papá miró, y puso una cara de disgusto. “Si yo quisiera un perro lo
 hubiera buscado. Y hubiera elegido uno mejor que esta bolsa de huesos.
 Quédate con él, yo no lo quiero.” Agitó su brazo despectivamente y empezó a
 caminar hacia la casa.
 El enojo creció dentro de mí. Me apretaba los músculos de la garganta y
 sentía latidos en las sienes. “¡Es mejor que te acostumbres a él, papá,
 porque se queda con nosotros!”
 Papá me ignoró... “¿Me escuchaste, papá?” Grité. A estas palabras papá se
 volvió enojado, con sus manos apretadas a sus costados, con sus ojos
 entornados con odio.
 Estábamos parados mirándonos fijamente como duelistas, cuando de repente,
 el pointer se soltó de mi mano. Fue cojeando despacio hasta mi padre y se
 sentó frente a él. Entonces muy despacio, cuidadosamente, levantó la pata
 delantera.
 La quijada de mi padre tembló mientras se quedó mirando la pata levantada.
 La confusión reemplazó la ira de sus ojos. El pointer esperaba
 pacientemente. De pronto, papá estaba arrodillado, abrazando el animal.
 Fue el principio de una cálida e íntima amistad. Papá lo llamó Cheyenne.
 Juntos, él y Cheyenne exploraron el vecindario. Pasaron largas horas
 caminando por polvorientos caminos. Iban a las orillas de los rápidos ríos,
 a pescar sabrosas truchas, pasando largos momentos de reflexión. Incluso
 comenzaron a ir juntos a la iglesia los domingos, mi padre sentado en un
 banco y Cheyenne echado silencioso a sus pies.
 Papá y Cheyenne fueron inseparables a través de los tres años siguientes.
 La amargura de mi padre se desvaneció, y él y Cheyenne hicieron muchos
 amigos.
 Entonces, una noche, muy tarde, me extrañó sentir la fría nariz de
 Cheyenne revolviendo nuestras frazadas. Nunca antes había entrado a nuestro
 dormitorio en la noche. Desperté a Dick, me puse el salto de cama y corrí
 al cuarto de mi padre. Papá estaba en su cama, con una faz serena. Pero su
 espíritu se había ido silenciosamente en algún momento durante la noche.
 Dos días más tarde, mi dolor se hizo todavía más profundo cuando descubrí
 a Cheyenne tendido muerto junto a la cama de papá. Envolví su cuerpo en la
 alfombra sobre la cual siempre había dormido. Mientras Dick y yo lo
 enterrábamos cerca de su lugar favorito de pesca, le agradecí
 silenciosamente por la ayuda que me había dado para devolver a mi padre la
 paz y tranquilidad.
 La mañana de funeral de papá amaneció nublada y sombría. Este día se ve de
 la misma manera que yo me siento, pensé, mientras caminaba hacia la línea
 de bancos de la iglesia reservados por familia. Estaba sorprendida de ver
 la cantidad de amigos que papá y Cheyenne habían hecho, que llenaban la
 iglesia. El pastor comenzó su elogio del difunto. Fue un tributo para papá
 y para el perro que había cambiado su vida.
 Entonces el pastor citó Hebreos 13:2. “No dejes de dar hospitalidad a
 forasteros, porque haciéndolo, algunos han recibido ángeles sin saberlo.”Muchas veces he agradecido a Dios por haberme enviado un ángel,” dijo.
 Entonces me di cuenta, y el pasado cayó todo en su lugar, completando un
 rompecabezas que no había visto antes: aquella amable y simpática voz que
 me leyó aquel artículo sobre el estudio en la clínica geriátrica. La
 inesperada aparición de Cheyenne en el lugar de los perros para adopción.
 Su calmada aceptación y completa devoción a mi padre y la proximidad de sus
 muertes.
 Y de repente, comprendí. Me di cuenta que, ciertamente, Dios había
 contestado mis plegarias en busca de su ayuda.
 
 La vida es muy corta para hacerse dramas por cosas sin importancia, así
 que:
 RÍE CON FUERZA,
 AMA CON SINCERIDAD Y PERDONA RÁPIDAMENTE.
 VIVE MIENTRAS ESTÉS VIVO.
 PERDONA AHORA A AQUELLOS QUE TE HACEN LLORAR.
 QUIEN SABE SI TENDRÁS UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD.

Colaboracion:
Guillermo "El Español"

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